Un volcán dormido en el corazon de Africa

martes, 16 de noviembre de 2004

Primera y última


Por Gonzalo del Campo
Abidjan, la gran capital de Costa de Marfil. Son las cinco menos cuarto de la mañana. Es esa hora en que el bullicio de la urbe parece apagarse definitivamente, antes de que comience de nuevo a renacer al alba.

Dominique duerme, aún plácidamente, en la habitación de un cinco estrellas, ubicado en la parte europea de la ciudad. Suena el teléfono y lo coge al cuarto timbrazo, aturdido todavía por el último wisky de la noche anterior. Escucha por el auricular

-Señor Dominique , buenos días, son las cinco menos cuarto.

A esa misma hora en el aeropuerto Mamadou y Ladji, que no han podido dormir en toda la noche, resuelven que es el mejor momento para hacer lo previsto. Atraviesan la pista en penumbra apresuradamente. Miran de reojo hacia la terminal y no atisban un solo policía que mire hacia las pistas en las que hay aparcados varios aviones. Eligen el más apartado, uno de Air France con destino a París, que tiene su salida a las siete de la mañana. Se encaraman a él escalando por las ruedas y se introducen en su panza abierta.

Cinco y media de la mañana. Dominique desayuna un café con leche, acompañado de un zumo de naranja, dos croissans y mantequilla, lo habitual para la selecta clientela del hotel. Su avión sale a las siete y tiene tiempo de hacer balance de su corto pero intenso viaje. Ha visitado la enorme plantación de cacao al norte de Bouaké, propiedad de sus representados, que no se ha visto especialmente afectada por los acontecimientos que han sacudido el país en los últimos meses. Gracias al celo del administrados, que ocupa un alto cargo en el ministerio de economía del país y al que se le paga una elevada comisión por hacerse cargo de mantener fluida la producción y la exportación de cacao.

También ha visitado las propiedades inmobiliarias, las centrales eléctricas y las dos minas que la compañía posee en el país. Gracias al apoyo del gobierno todo está en orden y puede ofrecer un balance positivo a la empresa francesa para la que trabaja.

También ha disfrutado de las noches de Abidjan. Acompañado de otros dos amigos franceses que trabajan en la embajada, ha recorrido los clubs que frecuenta lo más selecto de la ciudad y cada noche ha pasado por su cama una mujer distinta.

-Con esto del sida hay que andar con ojo, pero vaya hembras, reflexiona mientras se enciende un cigarrillo, acabado, ya, su desayuno.

En el avión, Mamadou y Ladji también hacen repaso de lo que han vivido, no en los últimos días, sino en los años que llevan fuera de sus aldeas. Ambos partieron, casi niños, en busca de otra suerte que no fuera esperar la cosecha y acechar año a año la temida sequía.

Se conocieron en Bobo, con quince años y desde entonces unieron sus destinos de como socios del negocio de errar en busca de trabajo. Habían estado en las minas de oro del norte de Burkina. Una dura labor en un lugar seco e inhóspito. También habían trabajado en el mercado de Ouaga como porteadores, en las plantaciones de cacao, ya en Costa de Marfil y últimamente como estibadores en los muelles del puerto de Abidjan.

Habían ideado un plan único. Sabían que trabajando en el puerto les resultaría más fácil ir de polizones en un carguero que fuese hacia el norte, pero a ellos les había entrado la prisa y no querían estar semanas embarcados en un viaje incierto y demasiado largo.

Iban a entrar en el corazón mismo de Europa, tan sólo en unas horas. A nadie habían hablado de su plan, quizás a nadie, antes, se le había ocurrido viajar en el compartimiento del tren de aterrizaje de un avión, allí donde las ruedas se recogen al despegar el aparato. Allí estaban agazapados, rumiando una mazorca de maíz tostado, sin poder dormir, al cuidado de no ser descubiertos y de que su deseado viaje no se fuera al traste.

Una línea rosada dibuja el horizonte. Poco a poco el sol nace sobre las sucias calles de la parte más africana de Abidjan. Son las seis. Desde el taxi Dominique contempla al pasar las gentes que ya se dirigen al mercado, lenta o apresuradamente. Los libaneses no abren, aún, sus comercios. No lo harán hasta que la claridad sea completa.

Esa misma claridad, atenuada, como en una cueva, se percibe desde el estrecho zulo que acoge a los dos polizones.

Son las siete de la mañana. Puntualmente el vuelo 422 de Air France con destino París está a punto de iniciar su despegue.

Dominique se arrellana en su confortable asiento de primera clase, se aprieta el cinturón y cierra sus párpados por si aún pude abandonarse a un sueño plácido y reparador.

Los motores comienzan a rugir y el avión, tras encaminarse a la larga pista de despegue, acelera y recoge sus ruedas, haciéndose invisible desde el suelo.

El espacio que dejan en el receptáculo apenas deja lugar a los dos amigos, que sienten como aúllan a un tiempo todos los espíritus maléficos dentro de su cabeza y sus oídos.

Dominique se despierta y mira su reloj, son las ocho. Mira por la ventanilla y ve tras el cristal la inmensidad rojiza, interminable del Sáhara allá abajo. Oportuna, la azafata le ofrece un tentempié acompañado de champagne francés. acepta sólo el champagne, pero protesta cuando comprueba que la temperatura no esta a su gusto.

-Podría ser más frío? solicita a la azafata que, enseguida vuelve portando otra botella brillante, con una leve y finísima tela de hielo.

-Así está mejor, gracias, dice sonriendo a la azafata.

Mamadou y Ladji ya no han de preocuparse de cual será su destino. Por los resquicios de su habitáculo penetró primero el frío, intenso, lacerante, mortal, a medida que el avión ha ido ganando altura. Más allá de los ocho mil metros, la muerte no es, ya, un presentimiento. La asfixia es rápida como una guillotina. La condena terrible del pez fuera del agua, del gorrión hundido en las profundidades de un mar ajeno e implacable.

A esa hora, Mamadou y Ladji son cadáveres descoyuntados a merced de las turbulencias que zarandean al avión. Como muñecos de trapo, chocan contra los neumáticos y contra las paredes de metal. Son curepos sin vida, sin futuro ni destino.

Son las doce del mediodía. Hace un rato que el avión ha aterrizado. Dominique coge un taxi que le lleve directo hasta su casa.

En ese mismo instante un operario del aeropuerto descubre los cadáveres de los dos africanos. Uno de ellos asoma, desde las tripas del avión, la cabeza y los brazos como un títere de guiñol abandonado.

Ha pasado un día, son las once de la mañana. Dominique se sienta en su despacho y ojea los periódicos del día. Las noticias de siempre: los infiernos de Irak y Palestina, la subida del coste de la vida, los deportes y, en una nota escueta de la sección de sucesos lee con desgana:

“Ayer fueron encontrados los cadáveres, sin identificar, de dos africanos que viajaban en el compartimiento del tren de aterrizaje de un avión procedente de Abidjan. Según los primeros indicios, ambos debieron morir debido al frío y la asfixia provocados por la altura, en un lugar no presurizado del aparato”

Dominique se dice para sí:

-Estos desgraciados ya no saben que hacer para invadirnos. debiéramos mandarles de vuelta a sus países de origen

A esa misma hora en una morgue del centro de París los cuerpos de Amadou Diouf , maliense, senoufo, de la aldea de Kadiolo, miembro de una familia de herreros y griots y Ladji Sankara de la aldea de Koro, lobi, hijo de agricultores, son icinerados en presencia de un juez, sin que nadie reclame sus cuerpos.

En la noche pasada, el abuelo de Mamadou vio posarse en el árbol del corral una cigüeña negra. Allí pasó la noche entera, hasta el amanecer, cuando remontó el vuelo en dirección al bosque. En Koro los perros no han dejado de ladrar toda la noche, hasta despuntar el día.

En una y otra parte los viejos han reconocido la simbólica visita de la muerte. Sin embargo tal vez no sepan nunca la de quien anunciaban, pues son muchos los que hace tiempo que partieron y de los que no se sabe nada.

Si alguien de la familia sabe con certeza por un sueño o por alguien que ha vuelto, de la muerte de alguien. Entonces buscará su rostro en las estrellas y plantará un árbol de la vida, al que darán su nombre.

Si nada saben de alguien que se fue preguntarán al viento, cuando el hármatan sople desde el norte.

¿Cuando volverán de su largo viaje nuestros hijos?

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