Un volcán dormido en el corazon de Africa

jueves, 2 de octubre de 2003

Dios único


Hasta el siglo XIX, Africa subsahariana era un puzle de tribus y familias cada una gobernada por un sistema de nobles y jefes, gobernantes considerados por su pueblo como la expresión directa de dios creador.
Todos los pueblos africanos han creído en dios. Un dios único. Un creador de la tierra, de los animales, un engendrador.
Un padre a quien hacían oración en el recogimiento de lugares naturales especialmente señalados para ello.
Un dios todopoderoso quien hablaba a través de los jefes y concedía dones a quienes fueran dignos de ello.
Un dios sabio y justo, que no deseaba que sus hijos mueran ni sufran.
Un dios que detenía la moral y el destino de un pueblo.
El sucesor de un jefe recibía la conexión con dios a partir de su nombramiento durante un perí­odo de tiempo conocido como iniciación, varios meses en los cuales los notables le acompañaban en el proceso, pues se decía que un jefe no muere, sino que duerme. Y se despierta en el cuerpo de su hijo que eligió como sucesor.
Los sanadores y adivinadores no se formaban de padres a hijos, sino que recibí­an el conocimiento directamente por revelación, generalmente tras un proceso de locura, que culminaba con la recepción del poder de divino.
Así, el mal era considerado como la separación de los dictámenes divinos, los cuales debían ser escuchados a fin de detener este mal.
Y la muerte, nunca era natural. Porque no pensaban que dios se fuera a resignar al dolor de sus hijos. La muerte, sin duda, era resultado del error humano, o fruto de la perversidad de hombres corrompidos, de bestias o de pueblos guerreros extranjeros.
Y existía ese temor ingenuo, virtud infantil signo de pureza y de confianza en el ser superior y en el buen destino, la precaución que asegura la supervivencia en un medio hostil.
Después llegaron los hombres blancos, que eran tecnológicamente superiores y trajeron consigo a su dios.
Africa subsahariana vive en estado de shock.
Por un lado, sometidos a la civilización invasora, sin remedio, resignados a la inferioridad.
Por otro, seguros de sus valores tradicinales, sonríen con ironí­a todo lo nuevo, de forma que las nuevas religiones entran en áfrica sin freno ni razón, y todo africano, además de tener televisor, refrigerador y auto, añaden a la lista de sus occidentalizaciones la de pertenecer a tal o cual iglesia.
Y todas estas creencias, salvo excepciones heróicas, se superponen como un manto aterciopelado de importación a su religión ancestral, única y verdadera.
Hasta el punto que un misionero español a quien quiero mucho, le gusta decir que los católicos bamilekes viven bajo una sobrecarga moral. Todos rinden oficio de la religión tradicional, aquella llamada animista en los manuales, y además se ocupan de los ritos católicos.
Yo añado que lo mismo ocurre con los musulmanes, los protestantes, los testigos de jehova, con los del séptimo día, los evangelistas, los baptistas, los rosacruces, los de la iglesia de la victoria, la iglesia de la resurreción, la iglesia de malah, los de pentecostés, la del unión de los corazones, la del fuego de jesucristo, y también, como no, al ateí­smo.

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